Alejandro Dumas, escritor francés del siglo XIX célebre por obras como “Los tres mosqueteros” o “El conde de Montecristo”, estuvo en la provincia de Jaén. Al igual que muchos otros intelectuales y aventureros de esa época, realizó un viaje por España en busca de aventuras exóticas, bandoleros y los escenarios románticos que ofrecía entonces un país más atrasado que sus vecinos europeos.
De hecho, Dumas escribió sobre su paso por Jaén en el libro en el que relató la experiencia de su travesía por tierras españolas, «De París a Cádiz. Viaje por España». Dumas vino a España en otoño de 1846 con unos amigos pintores y escritores y acompañado también por su hijo. Desde Madrid, se desplazó al Sur hacia Andalucía, lo que motivó su paso obligado por tierras jiennenses.
En su texto, habla de la ciudad de Jaén como una “inmensa montaña leonada”, habla de sus empinadas calles, de las murallas árabes y, por supuesto, de la Catedral, de la que destaca su enorme tamaño y que atesora el Santo Rostro.
A continuación se transcribe las impresiones de Alejandro Dumas sobre Jaén.
«Por la tarde, al caer el sol, nos acercábamos a Jaén, antigua capital del reino de su nombre. Acercándonos, divisamos por vez primera el Guadalquivir, Oued-el-Keli, el gran río. Los moros, asombrados al ver tanta agua de una vez, saludáronla con aquella exclamación que sus sucesores han convertido en Guadalquivir.
Jaén es una inmensa montaña leonada. El sol, mordiéndola, le ha dado un tono bistre sobre el cual las viejas murallas árabes destacan sus líneas caprichosas. La ciudad africana, edificada en la cumbre, ha descendido poco a poco hacia el valle. Las calles empiezan en el primer contrapuerto y principan a escalar la cuesta desde la que se atraviesa la puerta de Bailén.
Nos detuvimos en un mesón del que no debíamos salir hasta media noche. Mis compañeros aprovecharon este descanso para recorrer la montaña. Yo me quedé en el hotel, porque tenía algo mejor que hacer, escribirla a usted.
Volvieron radiantes de ese entusiasmo que hacen gala quienes quieren inspirar a los demás de la pena de no haber visto lo que ellos vieron.
Ellos vieron, a la luz de los últimos rayos del sol, el magnífico paisaje que acabábamos de recorrer y, alumbrada por las antorchas, la gigantesca Catedral, que parece desafiar con su altura y su tamaño la montaña que tiene al lado.
Esta Catedral posee en su tesoro -por lo menos así se lo han asegurado los canónigos a mis compañeros- el lienzo auténtico en el cual la Santa Verónica recogió, con el sudor de su pasión, la faz de Nuestro Señor.
Partimos a media noche. Parece que, según las Españas distintas, son distintas las horas de los bandidos. Recordará usted, señora, que en la Mancha actuaban de media noche a tres de la madrugada; en Andalucía aprovechan precisamente esas mismas horas para dormir».